Se puso en pie. Empezó a hablar, aunque aún le temblaba la voz. Poco a poco fue tomando fuerza. No es que fuese un gran discurso, no es que fuese una gran narración. Simplemente era lo que pensaba. Lo habían pisado, lo habían martirizado, lo habían menospreciado, pero, por última vez, se levantó. No les recriminó a los que le habían tirado al suelo. Ni a los que no le habían ayudado a levantarse. No les recriminó nada nadie. Solamente se recriminó a sí mismo no haber tenido valor para hacerlo antes. No haber tenido valor para enfrentarse a sus miedos. No haber tenido valor para pararles los pies a esos hijos de puta que no paraban de meterse con él. Pero al fin lo tenía. Todos ellos se encontraban ahora a sus pies. Temblaban como hojillas en medio de un huracán. Cuando terminó su discurso, sonrió. Después todo fue un gran estruendo. Ruido, gritos. Finalmente, calló. Un montón de cuerpos amontonados, unos sobre otros, un gran charco rojo. Un amasijo de carne y lágrimas.
Al fin y al cabo no son las armas las que matan, sino las personas. Algunos están muertos por dentro y cometen estas locuras.
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