En fin, parece que después de tantos meses sin entrar por aquí hoy me apetece escribir un poco. Supongo que (bueno, si hay algún loco que lea esto) os preguntéis porqué. Es simple. Hoy cumplo años. Me hago vieja soñadores, pero no sé, me siento exactamente igual que ayer, no siento que haya ocurrido nada trascendental en mi vida que me diga "oh, ya tienes 20 años". Es exactamente igual que ayer, con la diferencia que muchas personas me han felicitado. ¿Felicitado por qué? ¿Por un día como cualquier otro? Sinceramente, yo no noto la diferencia. Soy la misma que era ayer, y antes de ayer y por supuesto la misma que la semana pasada. Lo único que noto diferente en mí, es que me he cortado el pelo, nada más.
Y no sé porqué, me ha apetecido contar una historia. Una historia breve, eso sí, nada demasiado elaborado, hace demasiado que no escribo y, como todo, la pluma también se acaba por secar.
En fin, allá va, espero que os guste.
Se sentó y miró al frente, a las grises nubes que empezaban a cubrir el cielo. No sabía que pensar, no sabía que decir. Estaba cansado, estaba cansado de todo, del mundo en general, de esa gente tan estúpida que no era capaz de entenderle, de esa gente que le criticaba por ser como era, por gustarle lo que le gustaba y por vivir como él creía que debía hacerlo. Soltó un suspiro leve, algo tan suave, tan intangible que ni él mismo se dio cuenta. Apartó uno de los mechones negros como el carbón que tapó su ojo derecho por un instante. Una hoja cayó del árbol en el que estaba apoyado. La vio caer frente a él, revolotear suavemente delante de sus ojos. Siguió su recorrido con la mirada, dejando que sus pensamientos vagasen lejos de ese lugar. Pensó en él, no en sí mismo, no, sino en ÉL y volvió a suspirar. Él era alto, más que el propio chico, tenía el pelo dorado, no rubio, ni como el color del oro, no, dorado, brillaba con luz propia. Tenía la tez morena y los ojos verdes. Tenía unos labios rojos y carnosos y una sonrisa preciosa a los ojos de mi pequeña sombra, de mi pequeño muchacho. ¡Oh, pobrecillo mío! no sabes lo que te espera, mi pequeña sombra, mi pequeño trozo de oscuridad. Soltó otro suspiro mirando a la hoja y dejó escapar a sus pensamientos, lejos, igual que escapó la hoja con una ráfaga de viento cuando éste intentó alargar su mano para cogerla. Cerró los ojos y pensó en el chico de los cabellos dorados, de los ojos esmeralda, de los labios rojos. Pensó en él y sonrió, pero después su sonrisa se turbó en una mueca triste al recordar el desprecio con el que le habían tratado otros niños en el pasado. Digo niños, porque a esos mamarrachos, a esos cretinos jamás se les puede considerar hombres. No había cruzado más de un par de palabras y otras tantas miradas con éste, pero le daba miedo su rechazo. No se había acercado demasiado a él, como quien no se acerca al fuego con temor de quemarse y al final se acaba congelando. Las nubes crubrieron finalmente el sol y una gota entrometida cayó sobre su nariz (sí, esas gotas siempre van a la nariz). Abrió los ojos y salió de su ensoñación. Volvió caminando, escondiéndose de la tenue lluvia que empezaba a acrecentarse en los tejados de las casas. Se encontró en el camino con el chico de los cabellos dorados y se sonrieron a modo de saludo, pero la sonrisa de mi pequeña sombra, de mi pequeño muchacho era amarga, como la de quien tras tomar un dulce decide que es buena idea tomar un sorbo de un café fuerte, sin azúcar ni leche. El muchacho de los cabellos dorados iba de la mano de otro chico, un chico al que conocía desde hacía poco, un chico que podía haber sido mi pequeña sombra de haber sido un poco más valiente.
En fin, espero que os haya gustado esta historia. Hasta la próxima soñadores
No hay comentarios:
Publicar un comentario